Mostrando entradas con la etiqueta Bacterias. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Bacterias. Mostrar todas las entradas

martes, 7 de diciembre de 2010

Dulce veneno

Quizá no es del calibre de Wikileaks, muchísimo menos del jaleo con los controladores, pero la noticia que apareció la semana pasada sobre el gran hallazgo biológico de la NASA es para portada. Es tan extraordinaria que los libros de Biología del mundo entero tendrán que modificarse. Es tan inesperado que nos abre un abanico de posibilidades que no alcanzábamos a ver. Porque la vida, señoras y señores, no tiene que ser tal como la creíamos. O por lo menos como creíamos hasta la semana pasada. Mi concepción de la ciencia se tambaleó con la buena nueva.
Pero bueno, vayamos por partes. Todo comenzó un lluvioso, frío y firguense día. Yo tenía algún año menos y mi pasión por la biología empezaba a echar raíces. Sentada en clase, atenta mientras los demás dormitaban, escuchaba a la más exigente de las profesoras. Tan exigente era la menuda mujer que hoy, después de bachillerato y casi una licenciatura, puedo seguir charlando sobre las bases de la vida.
Hablaba la maestra sobre los elementos fundamentales de la vida. De los 92 elementos que generalmente se pueden encontrar en la naturaleza, unos 40 son los que vemos en la estructura de plantas y animales (en diferente combinación, claro está). De estos 40, sólo 18 son los que de verdad se necesitan. Seguimos restando. De este último grupo de elementos son apenas 6 los que ocupan más del 95% de la composición total. Estos elementos son: oxígeno, carbono, hidrógeno, nitrógeno, fósforo y azufre.
Yo apuntaba en mi libreta, esa libreta que todo universitario mira con desprecio por haber dejado rota su espalda en la época escolar. Porque no me dirán que las maletas de los chiquillos pesan poco. El caso es que yo seguía apuntando mientras la tutora explicaba que los elementos fundamentales forman el ADN, las grasas o las proteínas, por lo que pueden encontrarse en toda forma de vida conocida. Quizá debió esta señora, a la que por entonces llamaba “seño”, añadir a esa frase un necesario “hasta ahora”. Ya que unos años después, cuando ya solo afloran los recuerdos de instituto de vez en cuando y con cariño, la NASA da un comunicado que pone las lecciones de mi querida profesora en entredicho.
Bacteria GFAJ-1, adaptada al arsénico
Existe un lago, perdido de la mano de Dios y del hombre, en el que desde hace no se sabe cuánto existen bacterias (que son pequeños microorganismos sin membrana nuclear que rodee el material genético) un tanto curiosas. El Lago Mono, que se encuentra en California, es el escenario. La investigadora Felisa Wolfe Simon, la protagonista. En la trama un veneno, el arsénico. Sin embargo no hay crimen. Por el contrario hay vida, una nueva e inquietante vida.
Lago Mono, California

El lago en cuestión es de lo más inhóspito. Lleno de sal y de arsénico, resulta altamente tóxico para las habituales formas de vida. Pero a las nuevas bacterias que encontró nuestra amiga Felisa no les va mal en este ambiente, ya que han incorporado el arsénico en sus biomoléculas vitales, dejando fuera del partido al fósforo.
Felisa Wolfe Simon

Es decir, si hace una semana alguien me preguntaba por el fósforo como elemento fundamental para la vida mi respuesta era tajantemente sí. Hoy la respuesta es no.
Pero entonces, si uno de los elementos que creíamos fundamentales no lo es, ¿cómo podemos estar seguros de que los demás lo son? No podemos, amado público, no podemos. Porque, para colmo, la toxicómana bacteria no eligió otro elemento más modosito para cambiar por el fósforo; eligió nada menos que a uno de los mayores venenos conocidos, el arsénico.
¿Qué nos aporta este nuevo descubrimiento? ¿Qué puertas nos abre? Pues muchas. Ahora sabemos que no deben darse obligatoriamente condiciones similares a las de nuestro planeta para que se produzca el fenómeno de la vida. No se necesitan las bases que creíamos. Otras formas de vida no tienen por qué asimilar las sustancias que asimilamos nosotros. Y cuando digo nosotros no me refiero en exclusiva a los seres humanos; con nosotros me refiero a las algas, a los peces, a las ranas, a los cocodrilos, a las jirafas, a todo lo que conocíamos hasta hace unos días. ¡Despierte de una vez, querido público, que ha vivido un descubrimiento que cambiará la historia de la biología!
Es una llamativa coincidencia que se hayan encontrado estos bichejos en un lago con nombre desde siempre asociado a la evolución. Porque el mono nos recuerda a Darwin, nos recuerda nuestra propia historia como especie. Pues bien, ¿saben donde pudo haber grandes concentraciones de arsénico? En el lugar donde comenzaron todas las historias de vida, el escenario de escenarios: el caldo primitivo. ¿Es posible entonces que desde épocas tan remotas exista este estilo de vida? Quién sabe.
Mi pequeña aportación biológica de la semana tenía por objeto, además de hacer germinar una desconfianza por las verdades absolutas, dar a conocer esta lección de humildad que unas microscópicas bacterias han dado a la ciencia del siglo XXI.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Hoy tenemos sopa

Para redactar el siguiente artículo me pegué cosa de dos horas discutiendo con una compañera sobre el origen de las células. Si yo, universitaria del tres al cuarto, me pegué una mañana discutiendo sobre teorías acerca de la evolución de los primeros microorganismos terrestres, es normal que los autodenominados grandes científicos aún se peguen una vida, y quién sabe si más, debatiendo nuestros orígenes.
En determinadas cosas parecen haberse puesto de acuerdo. Nuestro planeta, azulado gracias a la atmósfera de la que hoy disfrutamos, no siempre tuvo esta agradable tonalidad. Para comenzar nuestra historia vamos a retroceder al eón Arcaico, hace unos 3.800 millones de años, casi nada, aproximadamente 1.300 millones de años después de la formación de La Tierra. Por entonces, la atmósfera estaba formada por metano, amoníaco y otros gases que hoy serían tóxicos para los seres vivos. Pero fue en esta época, sin embargo, donde vemos los preludios de la vida.
En esta etapa el conjunto de los continentes estaban en una misma masa de tierra llamada Pangea I. Existió, por tanto, un Pangea II, tras la separación y posterior unión progresiva de los continentes por segunda vez. Dejando la tierra a un lado y sumergiéndonos en el mar, sólo existía un océano, mucho más grande de lo podríamos imaginar hoy, ya que no existían casquetes polares. Y es aquí, como en una cocina casera, donde en el caldero de la sopa se cocinó la vida.
Y lo he dicho literalmente: sopa primitiva. Así es como llamaron al mejunge de agua y moléculas orgánicas de las que se nutría este océano primigenio. Los grandes eruditos sobre el tema no se quebraron la cabeza para escoger el nombre, en eso estamos de acuerdo. En fin, en este planeta el caldo se servía bien caliente, ya que al no haber capa de ozono los rayos ultravioletas del sol llegaban con toda su fuerza a la superficie de La Tierra. 
Respecto a cómo demonios surgió el primer atisbo de vida aún no se tienen las cosas muy claras. No se saben exactamente cuáles fueron las condiciones para que las macromoléculas orgánicas se organizaran de manera que, por ejemplo, la capacidad de autorreplicación del ARN o del ADN, moléculas que ya se habían cocinado en el caldo primitivo, quedaran dentro de unas membranas semipermeables que las protegieran a la vez que permitieran el contacto con el exterior.
Fuera como fuese así fue, y los primeros organismos que surgieron fueron los procariotas, microorganismos que no tienen una membrana nuclear que separe el material genético del resto de la célula. Esta forma de vida se diferencia de las células eucariotas, que son, por ejemplo, las que forman la piel, en que estas últimas sí que tienen un núcleo diferenciado. Para visualizar esta distinción sólo tiene usted que imaginarse un huevo frito. Si el huevo tiene yema, lo identificaremos como célula eucariota; si se la quitamos, tendremos una célula procariota.
Fueron estos huevos sin yema los que primero habitaron este gallinero de planeta. Se nutrían de las moléculas orgánicas que rondaban por el caldo y eran anaerobios, es decir, que no podían llevar a cabo la respiración utilizando oxígeno, ya que éste sólo se encontraba dentro de las moléculas de agua y no en la atmósfera. El O2, tan importante hoy, era para ellas un simple desecho que dejaban fluir.
Cuando la comida empezó a escasear, comienzan a surgir los organismos autótrofos, es decir, los que se pueden fabricar sus propios nutrientes sin necesidad de cogerlos del medio. Para entender lo que es un autótrofo el mejor ejemplo son las células vegetales. Nosotros, oh, pobres heterótrofos, necesitamos alimentarnos con moléculas orgánicas ya creadas, bien sean plantas o animales. Pero las plantas no necesitan esta estúpida y continua búsqueda de material orgánico. Ellas, inteligentes criaturas, se procuran su alimento de material inorgánico como lo es el agua, el CO2, los minerales que aporta la tierra y la luz solar.  
Siguiendo con nuestro recorrido evolutivo, a medida que la atmósfera se va llenando de oxígeno debido a expulsión del mismo por parte de los autótrofos anaerobios, surgen los organismos aerobios, lo que para entendernos son bichitos que ya utilizan el oxígeno para realizar la respiración celular.
Las que por último llegaron a este festín sopero fueron las células eucariotas, lo que antes habíamos llamado el huevo frito con yema. Y fue en este punto en el que nos enfrascamos en una erudita y muy friki discusión mi querida amiga y yo, ya que existen diferentes teorías sobre cómo surgieron las encantadoras eucariotas. A ver, algunos dicen que la membrana nuclear se crea porque una procariota se zampa a otra que queda recluida como núcleo. Otros entendidos afirman que la procariota se recluye a sí misma el material genético cogiendo un pedacito de su propia membrana celular.
Después de todo este sopero jaleo y del frío que paso por estos lares madrileños, yo no sé ustedes, pero yo me voy a tomar un rico caldo, y mañana será otro día para seguir debatiendo.